«A veces les pasa eso de que charlan, y cada una cuenta las cosas de su vida, o lo que creen de las cosas de su vida: sus problemas, las cosas que les molestan. Otros momentos son más bien de silencio, y se dedican a compartir una presencia callada, a veces miran el molino, a veces miran el televisor. En otros momentos alguna habla de, por ejemplo, las telas de araña, o los huevos de polilla, o cosas así, que se ven y que nadie sabe cómo aparecieron, y un día no están y otro día sí».
En La única parte del mundo la gente se muere o desaparece, como en todos lados. Puede hacer un calor insoportable o llover por días, semanas e incluso meses. Érika no logra entender cómo pasa el tiempo, a veces todo parece igual y a veces, que todo cambió; el tiempo está dislocado y el espacio, distorsionado, pareciera que los lugares de siempre ya no son los mismos. La acusan de la desaparición de Horacio, por eso la custodian dos policías: Natalia y Carolina. Entre las tres se va entretejiendo un vínculo desde las rutinas y pequeños gestos, estrategias de escape y actos performativos. Pero el misterio de las desapariciones insiste y permea la cotidianidad, aunque por momentos sientan que el mundo se reduce a lo compartido, y que el resto se diluye. Con un molino que encandila la realidad, y un bar como único espacio de escape, aparece Jennifer J. R., periodista y cineasta, que se propone descifrar el enigma tras estos sucesos.
Algunas personas irrumpen en nuestro mundo y otras desaparecen, no sabemos por qué, no sabemos qué les pasó antes o qué les pasa después de ese tiempo-espacio construido en común. Pero ¿qué nos une a los otros, por qué nos aferramos? Quizá para contrarrestar la soledad, para sentirnos importantes, para escapar a la nada, para salvar la ilusión de cercanía, la ilusión de la fusión con otros, en las rutinas compartidas.
