El cadáver de Fructuoso Rivera es repatriado en un barril de caña desde la frontera brasileña a Montevideo. Eustaquio Santos, el fiel soldado del caudillo que encabeza la fúnebre comitiva, recuerda en un contrapunto con la voz de ultratumba del propio Rivera su azarosa vida: la etapa artigueña, su adhesión a la Cisplatina, el Abrazo del Monzón, las infinitas querellas con su compadre Lavalleja, sus legendarios amoríos.
Chagas, con su reconocida audacia narrativa, se anima a meterse en la piel del caudillo y lo hace decir de su ignominiosa celada a los charrúas: «¡Sí!, yo, don Frutos, estaba matando amigos, como antes lo hacía con los perros viejos, sin lágrimas ni risas. Aquel día en Salsipuedes, vestido con mis mejores galas de presidente de la República, ejecuté con los charrúas un verdadero acto de amor».
Ese es el tono de una de las mejores novelas de Chagas: evade la condena fácil al traidor oportunista y, también, la benévola categorización de político habilidoso y pragmático. La buena literatura se alimenta de conflictos y seres imperfectos, y este texto abunda en ellos.